Vivir en Buenos Aires o en París tiene una cierta superposición. Hay cosas del allá que nos recuerdan el acá, y viceversa. Tantas veces habremos escuchado que Buenos Aires es la París de Sudamérica… una frase que es muestra fidedigna de esa auto-idealización de la sociedad argentina como parte de una cultura europea.
París es una ciudad construida (y destruida) sobre sí misma en muchas capas que dan cuenta de más de dos mil años de historia. Buenos Aires tiene sólo una quinta parte de esa edad, pero hay algo de su proceso de construcción en capas que coincide con el de la ciudad de la luz.
Historias entrecruzadas
Cuando ambas ciudades se muestran hacia el exterior, proyectan hacia otras latitudes la imagen de sus capas más superficiales, construidas sobre la destrucción de sus historias previas. La París que idealiza (y que llega disfrutar) la mayor parte del turismo, es aquella de los grandes bulevares y fachadas homogéneas que fue concebida en la segunda mitad del siglo XIX, bajo la coordinación estricta del entonces prefecto del Sena, Georges-Eugène Haussmann, famoso por mandar a demoler su propia casa de nacimiento en sus esfuerzos monumentales por cambiar el carácter de la ciudad.
Buenos Aires a fines del siglo XIX fue tallada proyectándose a la imagen de esa París. Muestra de ello es la apertura de las diagonales norte y sur, cuyas fachadas construidas bajo regulaciones estrictas recuerdan a los bulevares parisinos, o los palacios de las familias aristocráticas de la época, para los cuales eran contratados los arquitectos de la école de beaux-arts parisina y renombrados arquitectos italianos. Podemos ver muchos de estos palacios aún hoy en día, conservados en todo su esplendor gracias a su refuncionalización como embajadas diplomáticas.
Sin embargo, así como en Buenos Aires hay presencias que nos recuerdan a París, también hay ausencias que pesan sobre esta urbe y nos recuerdan a nuestra historia en común. Una de esas ausencias remonta su historia a 1889: año en que se celebró la famosísima exposición universal de París, en la cual la tecnología industrial y el acero pisaron muy fuerte por primera vez, y para la cual se construyó especialmente la torre Eiffel (en aquel momento llamada la torre de 300 metros) como puerta de entrada.
El pabellón y la torre
La torre fue tan alta y llamativa (y duradera) que con el tiempo opacó a muchas otras obras temporales construidas para esa exposición, como la Galerie des Machines, una verdadera mole de acero y vidrio que cubría 77.000 metros cuadrados de superficie, donde se exponían los últimos avances tecnológicos de la época. Entre las edificaciones construidas para aquella ocasión, el premio al mejor pabellón extranjero fue otorgado al pabellón argentino: una gran construcción de dos pisos en acero que se encontraba al pie de la torre Eiffel y estaba dedicada a albergar muestras del potencial agroexportador del país, exhibir aspectos destacados de la cultura argentina y atraer inversiones extranjeras.
Irónicamente, aunque el estado argentino estaba obligado a construir el pabellón con materiales franceses según las reglas de la exposición, el diseño podía estar a cargo de los profesionales que eligieran libremente y, sin embargo, las autoridades argentinas hicieron un concurso entre decenas de arquitectos franceses. Así fue que tanto la estructura del edificio como sus esculturas y vitrales fueron concebidos por diseñadores europeos. Entre las obras que hacían parte del pabellón se destacaba el vitraux denominado “La República Francesa recibiendo a la República Argentina”, que representaba alegóricamente a las naciones como dos mujeres rodeadas de varios personajes, uno de los cuales era Carlos Pellegrini (con su característico bigote), en aquel momento vicepresidente de la Argentina.
El pabellón estuvo abierto durante todo el verano boreal de 1889 en su predio del Champ de Mars junto al Sena pero, una vez terminada la exposición, se decidió que fuera desmontado y enviado en su totalidad por barco a Buenos Aires. En su cruce a través del Atlántico, severas tormentas obligaron a deshacerse de parte de la carga, por lo cual varios bultos con unas cuantas obras de arte valiosísimas fueron arrojados por la borda, pero el pabellón en sí llegó a tierra firme intacto.
El pabellón en Buenos Aires
A partir de 1891, comenzó a ser montado nuevamente en el barrio de Retiro, sobre la barranca que actualmente es parte de la plaza San Martín. Fue utilizado en varias exposiciones, conciertos y funciones de teatro a lo largo de los años y, a partir de 1910, se estrenó como nueva sede del Museo Nacional de Bellas Artes, función que cumplió durante dos décadas con ciertas dificultades, ya que nunca había sido pensado específicamente para esa actividad.
Durante más de treinta años su presencia en la ciudad, con su llamativo estilo ecléctico, fue destacada… hasta que llegaron las obras de ampliación de la plaza San Martín, para las cuales fueron demolidos muchos edificios del barrio. El pabellón, a su vez, fue desmontado pieza por pieza.
Hoy en día ya no podemos verlo más que en fotos de archivo e imaginar cómo sería apreciar su perfil monumental en la Buenos Aires de comienzos de siglo XX, pero nos hemos sorprendido gratamente al aprender que, incluso aún cuando no sabíamos nada sobre él, hemos sido testigos de su presencia en la cotidianidad de la ciudad.
¿Por qué es así? Lamentablemente, de las muchas partes que componían el edificio, la mayoría se ha perdido o anda dando vueltas por galpones o predios de chatarra, y en algunos casos hasta se las puede ver ofrecidas a la venta por internet.
Sin embargo, algunos elementos decorativos fueron distribuidos y expuestos por distintos barrios de la ciudad, y allí siguen hoy en día: por ejemplo las cuatro obras del escultor neoclásico parisino Barrias, que coronaban las esquinas del pabellón y representaban a la navegación y la agricultura, fueron ubicadas en varios puntos de la ciudad. De hecho, una de ellas se encuentra en una plazoleta a tan sólo unas cuadras de nuestro hogar actual, y hemos pasado frente a ella incontables veces durante nuestras vidas sin jamás preguntarnos por su origen.
Así como las huellas del pabellón argentino (que era más francés que argentino) han quedado diseminadas por la ciudad, en nuestras calles, plazas, fachadas y edificios siguen estando presentes incontables pequeños misterios y señales que dan cuenta de esa superposición entre Buenos Aires y París. Para encontrarlas hay que dejarse picar por el bichito de la curiosidad, investigar un poco, y caminar mucho.
Este artículo fue originalmente publicado como parte del newsletter Historia de dos ciudades enviado el 17 de noviembre de 2020. Si quisieras recibir nuestras cartas con historias, anécdotas e ideas de viaje, podés suscribirte acá. Nuestra primera carta de bienvenida viene con regalito 💌